jueves, 21 de octubre de 2010

No se conocen las condiciones en las que se fabrica el iPhone

La conversación con el sindicalista Bala Krishnan y la investigadora Pathma Krishnan para este artículo se graba con un iPhone.
Ellos, claro, lo identifican desde el principio, aunque el asunto no surge hasta mucho después. Bala y Pathma comparten apellido (no parentesco) y viajes; se encuentran con frecuencia con trabajadores o voluntarios de organizaciones sociales occidentales, periodistas, personas atentas a sus palabras, sensibles al problema que denuncian.
Pero se da la circunstancia de que incluso esas personas usan, usamos, dispositivos como una impresora HP, una videoconsola como puede ser la Xbox o un teléfono de Nokia o Siemens, todos fabricados parcialmente en condiciones laborales abusivas que ellos han investigado en países como Malasia y que ahora denuncian.
P. Vaya paradoja, estar grabándoles con un iPhone…
Bala K.
Aquí no sois conscientes de las condiciones en las que están fabricados productos como éste. Mi país es un centro neurálgico de la electrónica, donde se fabrican por ejemplo muchos de los discos duros o memoria RAM que usan los ordenadores; pero sobre todo se elaboran componentes. Nos llega material de alta tecnología, quizá ya usado, y nosotros los ‘limpiamos’ con disolventes tóxicos, luego se insertan si procede y quizá después se exportan a otro país para seguir con la cadena de montaje. El mundo se ha convertido en una especie de fábrica globalizada donde cada lugar hace una cosa muy puntual, desconociendo totalmente lo que se ha hecho antes o se va a hacer después. Esto que tenemos delante de nosotros [el iPhone] se ha hecho en China… ¿en qué condiciones? Pues las que puedes imaginar.
Y si no se pueden imaginar se pueden consultar en varias investigaciones periodísticas que retratan situaciones de absoluto maltrato laboral hasta el punto de producirse una cadena de suicidios, concretamente en la fábrica china de Foxconn, la empresa que trabaja para Apple; como se cuenta en este excelente reportaje sobre el presidente de la compañía (en inglés), se han instalado redes alrededor del edificio para amortiguar la caida en futuras tentativas.
¿Qué hacemos? ¿Dejamos de comprar teléfonos, ordenadores, videojuegos? “No se trata de eso, porque a día de hoy es imposible comprar un producto de este tipo que sea sostenible o respetuoso con los derechos humanos en todo su proceso de producción”, nos dice Annie Yumi Joh, directora de campañas de Setem. La pregunta sería quizá cuánto más estaríamos dispuestos a pagar para que nuestro consumo no explote a nadie. Yumi nos ofrece un paralelismo con la industria textil: “según nuestras investigaciones y cálculos, unas zapatillas Nike que cuesten 100 euros podrían costar 103€ si se respetaran los manufactureros que las producen”, aunque sería necesario también que se redujera el margen de beneficio de la marca.
Bala nos dibuja sobre un papel el sitema de producción en la mayoría de los fabricantes en Malasia: una cinta transportadora va pasando por delante de una fila de trabajadores, la mayoría mujeres, y hay un tiempo determinado para completar tu actividad asignada. “Si al final del turno de 12 horas ha dado tiempo de hacer, por ejemplo, 1.000 unidades, al día siguiente el objetivo se pone en 1.200. Si no se cumple el objetivo, el trabajador es penalizado”, nos cuenta. “Eso genera a medio plazo crisis nerviosas de todo tipo. Es muy frecuente que los trabajadores tengan ataques de histeria, pura histeria, que son llamativas porque la persona empieza a hiperventilar y pierde la noción de todo”, víctima del estrés. “Los empresarios ni siquiera llaman al médico; si es una crisis muy continuada, todo se achaca a que esa persona ha sido poseída por un espíritu o algo así”, asegura Bala compartiendo su estupefacción. “Sí, sí… dicen que tienes un espíritu maligno dentro y, con esa excusa, te echan”.
El punto de partida y de expansión es la isla malaya de Penang, donde en 1972 se establecieron cuatro compañías de electrónica que daban trabajo a 500 personas. Casi cuarenta años después, en Malasia hay 1.500 empresas donde al menos 600.000 personas aportan su mano de obra a esta imparable cadena de producción. Aproximadamente la mitad son inmigrantes extranjeros, procedentes de países vecinos como Nepal, Bangladesh, Indonesia, Camboya o Birmania. Con el fin de abaratar aún más los costes, los fabricantes han multiplicado la contratación de inmigrantes, cuya presencia se ha ido multiplicado de año en año: sólo en 2007, incrementó un 72% con respecto al año anterior, según datos del parlamento nacional malayo.
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