El programa Generación ni-ni de la cadena La Sexta ha subido el listón del desprecio por los derechos de las personas que habitualmente contiene la llamada telerrealidad. El programa dice pretender un supuesto experimento educativo con jóvenes que presentan alarmantes rasgos de inadaptación, ignorancia, vagancia e incluso violencia, encerrándolos para grabar su comportamiento, con el objetivo –al parecer– de reeducarlos. Pues bien, las cámaras grabaron una nauseabunda agresión sexual cometida por varios jóvenes sobre una de las chicas, que fue emitida en el programa. En ella, los agresores sujetan violentamente a la víctima, mientras uno de ellos le restriega sus genitales por la cara. Otros concursantes presentes ríen la gracia.
La ley define estos hechos como agresión sexual agravada por la intervención de varios sujetos, lo que supone una pena de cuatro a 10 años de cárcel. Y llegaría hasta los 15 si hubiera habido penetración bucal, detalle que ignoro porque el programa emborronó delicadamente el miembro del agresor.
Posteriormente, los educadores afean la conducta del muchacho mostrándole la grabación, mientras él parece avergonzarse sin perder la sonrisa, lo que indica que le preocupa más la grotesca imagen ofrecida que la brutal agresión cometida. Y, hasta el momento, que yo sepa, ahí queda la cosa.
Ninguna ley logrará evitar totalmente que siga habiendo agresores sexuales que busquen el anonimato, pero asusta el grado de desprecio por los derechos de los demás que hace que unos jóvenes sometan a una compañera a tal vejación sabiendo que están siendo grabados para un programa de televisión y, por tanto, ajenos a las consecuencias legales de sus actos, que deben considerar solo como una broma.
Sin embargo, asusta aún más la hipótesis de que su comportamiento les parezca irrelevante e incluso gracioso, precisamente porque una cadena de televisión les ha hecho protagonistas de un programa dedicado a mostrar su comportamiento incivilizado.
Es probable que la cadena mantenga que su objetivo es criticar la violencia y educar a sus autores, pero los resultados son otros. La supuesta finalidad social queda totalmente anulada por la utilización de la violencia como espectáculo, porque el programa hubiera podido renunciar al terrible impacto de las imágenes y la audiencia que espera de ellas, pero no ha resistido la tentación de reproducirlas. A costa, además, de exhibir a la víctima, aumentando así su humillación. ¿Educación?
Cuando la televisión convierte la violencia en objeto de negocio, le resta importancia y la normaliza, aunque diga pretender lo contrario. Creo que no es arriesgado afirmar que muchos jóvenes problemáticos que hayan visto el programa han recibido el mensaje de que su protagonista se ha hecho famoso a cambio de una leve reprimenda. Por otra parte, tras tal banalización pública de la violencia me niego a exigir como única respuesta que se compensen las carencias educacionales del joven televisivo con 10 años de cárcel. La educación no puede basarse en la segregación social y necesita de instrumentos socializadores que, desde luego, no consisten en utilizar los actos antisociales como materia de entretenimiento colectivo.Y así, programas como el comentado conviven sin problemas con otros que viven de exhibir a las víctimas de delitos y exigir constantemente penas de prisión cada vez más graves. Arrecian las peticiones de endurecer la ley de responsabilidad penal del menor, sin que quienes lo proponen se planteen siquiera la responsabilidad social por los valores que se transmiten mediáticamente a los jóvenes.
Mientras tanto, el Congreso de los Diputados debate la enésima reforma penal, en la que, entre otras muchas propuestas endurecedoras, se propone también aumentar las penas de las agresiones sexuales, que hoy ya alcanzan la gravedad de la pena por homicidio. El PP propone la cadena perpetua, porque considera insuficiente que la delincuencia de mayor gravedad alcance hoy penas de hasta 40 años. La inconsciencia o la irresponsabilidad, cuando no la demagogia, impiden buscar estrategias distintas del mero endurecimiento de la ley, que resulta más rentable electoralmente. Así, muchas de las frecuentes reformas penales se limitan a enunciar qué actos son reprobables, señalándoles penas cada vez más graves, en un mensaje puramente simbólico porque no va precedido de un planteamiento previo sobre la profundidad e implicaciones de los problemas, ni sobre la necesidad o la posible eficacia de las reformas. Todo eso importa poco mientras la ley refleje adecuadamente la demanda de castigo.
Habrá quien todavía crea que los problemas de violencia juvenil se solucionan con más cárcel y sin permitir beneficios penitenciarios que, en cambio, se han demostrado útiles para la reinserción. Pero cabe la esperanza de que este discurso, tan querido por algunos políticos, llegue a cansar a una opinión pública cada vez más acostumbrada a distinguir entre la propaganda y las soluciones. Y confiemos también en que la audiencia televisiva se canse de tanta irresponsabilidad.
(*) Catedrática de Derecho Penal en la Universitat Autónoma de Barcelona.
La ley define estos hechos como agresión sexual agravada por la intervención de varios sujetos, lo que supone una pena de cuatro a 10 años de cárcel. Y llegaría hasta los 15 si hubiera habido penetración bucal, detalle que ignoro porque el programa emborronó delicadamente el miembro del agresor.
Posteriormente, los educadores afean la conducta del muchacho mostrándole la grabación, mientras él parece avergonzarse sin perder la sonrisa, lo que indica que le preocupa más la grotesca imagen ofrecida que la brutal agresión cometida. Y, hasta el momento, que yo sepa, ahí queda la cosa.
Ninguna ley logrará evitar totalmente que siga habiendo agresores sexuales que busquen el anonimato, pero asusta el grado de desprecio por los derechos de los demás que hace que unos jóvenes sometan a una compañera a tal vejación sabiendo que están siendo grabados para un programa de televisión y, por tanto, ajenos a las consecuencias legales de sus actos, que deben considerar solo como una broma.
Sin embargo, asusta aún más la hipótesis de que su comportamiento les parezca irrelevante e incluso gracioso, precisamente porque una cadena de televisión les ha hecho protagonistas de un programa dedicado a mostrar su comportamiento incivilizado.
Es probable que la cadena mantenga que su objetivo es criticar la violencia y educar a sus autores, pero los resultados son otros. La supuesta finalidad social queda totalmente anulada por la utilización de la violencia como espectáculo, porque el programa hubiera podido renunciar al terrible impacto de las imágenes y la audiencia que espera de ellas, pero no ha resistido la tentación de reproducirlas. A costa, además, de exhibir a la víctima, aumentando así su humillación. ¿Educación?
Cuando la televisión convierte la violencia en objeto de negocio, le resta importancia y la normaliza, aunque diga pretender lo contrario. Creo que no es arriesgado afirmar que muchos jóvenes problemáticos que hayan visto el programa han recibido el mensaje de que su protagonista se ha hecho famoso a cambio de una leve reprimenda. Por otra parte, tras tal banalización pública de la violencia me niego a exigir como única respuesta que se compensen las carencias educacionales del joven televisivo con 10 años de cárcel. La educación no puede basarse en la segregación social y necesita de instrumentos socializadores que, desde luego, no consisten en utilizar los actos antisociales como materia de entretenimiento colectivo.Y así, programas como el comentado conviven sin problemas con otros que viven de exhibir a las víctimas de delitos y exigir constantemente penas de prisión cada vez más graves. Arrecian las peticiones de endurecer la ley de responsabilidad penal del menor, sin que quienes lo proponen se planteen siquiera la responsabilidad social por los valores que se transmiten mediáticamente a los jóvenes.
Mientras tanto, el Congreso de los Diputados debate la enésima reforma penal, en la que, entre otras muchas propuestas endurecedoras, se propone también aumentar las penas de las agresiones sexuales, que hoy ya alcanzan la gravedad de la pena por homicidio. El PP propone la cadena perpetua, porque considera insuficiente que la delincuencia de mayor gravedad alcance hoy penas de hasta 40 años. La inconsciencia o la irresponsabilidad, cuando no la demagogia, impiden buscar estrategias distintas del mero endurecimiento de la ley, que resulta más rentable electoralmente. Así, muchas de las frecuentes reformas penales se limitan a enunciar qué actos son reprobables, señalándoles penas cada vez más graves, en un mensaje puramente simbólico porque no va precedido de un planteamiento previo sobre la profundidad e implicaciones de los problemas, ni sobre la necesidad o la posible eficacia de las reformas. Todo eso importa poco mientras la ley refleje adecuadamente la demanda de castigo.
Habrá quien todavía crea que los problemas de violencia juvenil se solucionan con más cárcel y sin permitir beneficios penitenciarios que, en cambio, se han demostrado útiles para la reinserción. Pero cabe la esperanza de que este discurso, tan querido por algunos políticos, llegue a cansar a una opinión pública cada vez más acostumbrada a distinguir entre la propaganda y las soluciones. Y confiemos también en que la audiencia televisiva se canse de tanta irresponsabilidad.
(*) Catedrática de Derecho Penal en la Universitat Autónoma de Barcelona.
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